Conocí
a Neus cuando llegué a España, y desde que mi marido me la presentó en el
portal me fascinó. Es una mujer encantadora, de carácter fuerte, “catalana de soca-rel” como dicen aquí,
pero muy amable y servicial. Vive sola al igual que la mayoría de mis vecinas,
de hecho mi edificio se conoce como “l'edifici
de les vídues”. Ya está jubilada, así que tiene todo el tiempo del mundo
para ella. Por eso al pasarle a cobrar la cuota de la comunidad, o a
preguntarle cualquier inquietud que tengo respecto a la contabilidad de la
misma, aprovecha para invitarme a un café, tirarme de la lengua y contarme una
que otra confidencia.
Entorna
la mirada, se pierde en sus recuerdos y empieza a hablar sin parar.
-“Mi pequeña Laia era mi mundo. Cuando la
tuve en mis brazos y miré su carita de ángel dormido se me olvidó por arte de
magia todo el sufrimiento que había sentido. Los dolores de las contracciones
del parto eterno, la humillación de volver a abrir las piernas a unos
desconocidos y hasta la rabia y la impotencia que sentí mientras me violaban,
se habían esfumado. Ahora al tenerla en mi regazo sabía que todo había sucedido
por una razón: ella era esa razón, mi razón de vivir y yo me desvivía por ella.
Como pobre nunca le faltó nada, me partí el lomo cada día en cuanta “feina”
encontré, pero siempre tuve con qué alimentarla y vestirla hasta que apareció
el Joan.
Al principio creí que él era mi
salvación. Ay hija, es que todas las mujeres enamoradas somos iguales y nos
creemos las promesas de los hombres, pero la dicha poco me duró, ya que al poco
tiempo de casarnos empezó a practicar su deporte favorito: pegarme”-.
Sus
ojos se llenan de lágrimas al recordar, se pasa el dorso de la mano por la cara
para no llorar.
-“Debería acordarme de los buenos momentos,
aunque fueron pocos, también los hubo”-. Pero hace caso omiso a sus
palabras y sólo recuerda las palizas, sus ruegos para que no le pegara en la
cara, las carreras por todo el piso tratando de esconderse sin éxito, el llanto
de Laia encerrada en su habitación para que no fuera testigo de las terribles
escenas y la enorme vergüenza que la embargaba al día siguiente cuando se
cruzaba en la escalera con sus vecinas.
Con el tiempo aprendió a salir con la frente en alto y a disimular;
desde entonces procura sonreír siempre, me explica que una sonrisa es la mejor
máscara que existe.
Al
volver a casa sigo pensando en lo que Neus me ha dicho y creo que tiene toda la
razón: ¡Las mujeres enamoradas somos unas idiotas!
Si
bien a mí Jordi no me pega y aparentemente me trata bien, no es lo que yo
esperaba de esta relación.
Mi día empieza al él marcharse y discurre la mayor parte
del tiempo entre cuatro paredes. A veces, para paliar el aburrimiento, miro a
través de mi ventana, sin embargo no es mucho lo que veo: un parqueadero de
arcilla, un par de techos y más allá las montañas; él me ha contado que en
invierno están cubiertas de nieve. Yo sólo conozco la nieve porque la he visto
en películas o documentales y ansío que llegue el día en que él me lleve
allá y pueda tocarla, olerla, sentirla en mi piel y hacer pelotas con ella para
tirárselas en medio de risas. A mí me gusta mucho reír, pero hace tiempo que no
río, no como lo hacía antes...
Cambio de ventana y por la otra veo personas que esperan el autobús. No sé a
donde van pero me imagino que a trabajar, mas que todo porque estoy
acostumbrada a ver que sólo los obreros hacen uso del autobús urbano. Pero allí
también hacen su parada los autobuses turísticos. Observo con avidez cada uno de
los rostros que asoman por la puerta para apearse. Todos los días espero a que mi
fantasía descienda de uno de ellos, pero estoy convencida que me pasará igual
que a Penélope: nunca llegará; y si por milagro lo hiciera yo no le
reconocería.
Me retiro de la ventana, alejo las cucarachas que pueblan mi mente y prosigo
con mis quehaceres domésticos viendo pasar las horas en el reloj, hasta que
bien entrada la noche siento la puerta abrirse y me da un vuelco el corazón. Corro
presurosa a sus brazos, lo lleno de besos y le digo que lo amo, que lo esperaba
impaciente. Él me mira con gesto desganado y me responde:
-“Estoy cansado, ¿qué
hay para cenar?”-.
Y
me vuelve Neus a la cabeza y el Joan que le pegaba y miro a mi marido casi con
odio. No me pega, pero su desgano constante me duele más que mil palizas
juntas.
Vuelvo
a visitar a Neus, la noto preocupada y es por su hija. Me cuenta que está muy
enferma, pero que el hospital donde se encuentra ingresada es muy bueno y está
bien atendida. Que la he pillado de milagro porque ha venido a cambiarse y por
algunas cosas que necesitaba, pero que ya que estoy aquí se dará un respiro
para charlar un rato conmigo sin los agobios de familiares y amigos que sólo
quieren detalles de la enfermedad de Laia.
-“Ay hija, quien me lo iba a decir, con lo
sana que ha sido mi niña toda la vida.
Si la hubieras visto jugando con
todos los críos del barrio cuando el parqueadero era un parque. Daba gusto
verla trepándose a los árboles y correteando detrás de una pelota porque, eso
sí, nunca jugó con muñecas; más de una paliza me gané del Joan también por esa
causa. Me decía que la Laia se comportaba a manera de un macho y no como la
mujercita que era, pero yo qué podía hacer. Ella no me hacía caso por mucho que
le dijera y bastante sufrimiento teníamos ya en el momento que él llegaba a
casa queriendo acabar hasta con el nido de la perra, para yo también reñirla
por algo que para mí no tenía importancia. Los niños son niños y cada uno juega
con lo que quiere y a su modo, no faltaba más; ya cambiará cuando crezca, le
decía yo.
Pero la Laia no cambió, al
contrario, con los años se volvió más masculina, más independiente, se parecía
a la tramontana, que aparece sin previo aviso y se va sin que nos demos cuenta.
Hasta que un día se marchó definitivamente de casa y durante muchos años no
quiso ni volver a visitarnos. Mi razón de vivir me dio la espalda, creí morirme
sin saber de ella, sin tener noticias de mi niña, pero a todo se acostumbra
una; y aunque cada noche me encerraba en el baño a llorarla para que el Joan no
me oyera, no perdía la esperanza que algún día regresara. Lo hizo el día del
funeral del Joan. Sin explicaciones, sin disculparse, sin darme el pésame. Me
dijo:
-“Madre ahora puedes volver a mi
vida”-.
Y yo le contesté:
-“Mi niña, tú nunca saliste de la
mía”-.
Empecé a visitarla en Llançá cada
fin de semana donde vivía con una amiga. Las dos eras maestras en la escuela
local y participaban en un grupo de teatro, así que muchas veces al llegar a su
piso, éste era un caos lleno de telas y cartones regados por el suelo para
vestuario y escenografía, o estaba inundado de compañeros ensayando las obras
para el estreno hasta el amanecer.
Laia seguía como la tramontana
llevándose todo a su paso con su alegría contagiosa y una energía desbordante
que lo abarcaba todo. Incluso algunas de sus noches eran turbulentas. Desde mi
habitación oía gemidos y uno que otro grito ahogado y pensé que tenía
pesadillas, pero en la mañana ella con una sonrisa me tranquilizaba:
-“Tranquil·la mare no passa res”- y
le guiñaba un ojo a la Silvia su amiga y compañera de piso.
Y así se nos han ido los años. Nunca
me dio la alegría de unos nietos, ni he podido sentarme a conversar con ella de
madre a hija porque me parece que me evade, que algo me esconde, que no es
completamente sincera conmigo, no sé. A veces siento como si ese carácter
fuerte que tiene, lo dura que es conmigo, fuera culpa mía. Tal vez si yo no le
hubiera permitido al Joan que me pegara, si la hubiera obligado a jugar con
muñecas, o si la hubiera buscado en el tiempo que se fue de casa, o si… Ya no
importa. Ahora está enferma y me
necesita, aunque por la única que pregunta siempre es por la Silvia, menos mal
que ella no se ha movido ni un minuto de la cabecera de su cama. Creo que yo sobro. Pero qué quieres que haga,
soy la madre y ahí debo estar, siempre con mi niña”-.
Al
mes siguiente cuado fui a cobrar la cuota de la comunidad Rosa me dio la
noticia:
-“Esta mañana murió Laia la hija de Neus”-.
Las
lágrimas me abrasaban los ojos. Pensé en Neus; en su soledad, en su
sufrimiento, en que se había quedado sin su razón de vivir; en lo que sentiría
al volver a su casa cuando todo hubiera pasado; al despedir a la última persona
que la estuviera acompañando y terminaran las condolencias, los abrazos, las
palabras de consuelo; y se quedaran sólo ella y sus recuerdos…
Llegué
a la sala del velatorio, la vi junto al ataúd de su hija, pero no fui capaz de
acercarme. Aquí se usan esas urnas de cristal como en el cuento de Blancanieves
o la Bella Durmiente y me parece demasiado macabro, así que guardé una prudente
distancia y esperé para saludarla una vez finalizado el funeral. Estaba serena,
recibiendo el pésame de familiares y amigos y me asombró la fortaleza con la
que se le veía, tanto que me emocionó hasta las lágrimas.
En
la misa volví a llorar, pues una amiga de Laia y Silvia tuvieron unas palabras
muy hermosas y sentidas de despedida para ella, sobre todo las palabras de Silvia,
que nos hizo caer en la cuenta que hacía tramontana.
-“Es un día perfecto para despedirte amor
mío, hoy hace tramontana, te arranca de mi lado el mismo viento que fuiste tú”-.
Y
así, en pocos momentos, me transmitieron tanto de su esencia, que fue como si
la conociera de toda la vida.
Esperé
a que Neus estuviera sola y entonces me acerqué, la abracé muy fuerte y comencé
a llorar otra vez. Ella me miró con una tristeza infinita y me dijo:
-"A
mí ya no me quedan lágrimas"-.