"Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar."
Llevo unos días en esa tónica, sin estar triste, pero no sé, es como si tuviera la necesidad de llorar, de lamentarme por algo que a lo mejor me duele, pero que no soy consciente de ello.
Por suerte para mí hace poco un bloguero amigo me escribió un correo que me permitió dejar liberar parte de esa emoción y hoy asistí a un sepelio. Murió de un tumor cerebral la hija de mi vecina, a quien no conocí porque vivía en otro pueblo, tenía apenas 48 años y la noticia de su muerte me afectó mucho, no por ella, sino por su mamá, es que no es natural que una madre entierre a sus hijos y mi vecina ya ha enterrado a dos de tres.
Cuando llegué a la sala del velatorio la abracé muy fuerte y comencé a llorar, ella me miró con una tristeza infinita y me dijo: "A mí ya no me quedan lágrimas".
En la misa volví a llorar pues una amiga suya como sus sobrinos tuvieron unas palabras muy hermosas y sentidas de despedida para ella, me transmitieron en pocos momentos tanto de su esencia, que fue como si la conociera de toda la vida.
Hubo un detalle que no debería ni mencionar por frívolo, pero como es primera vez en mi vida que me pasa me impactó. Ella era lesbiana y su condición sexual para el sacerdote estaba clara, a tal punto que se dirigía a su compañera como si de un matrimonio se tratara. No sé como explicarlo, el caso es que yo pensaba que la Iglesia Católica no aceptaba la unión de parejas del mismo sexo y ahí estaba ese cura todo viejito diciendo la misa y aceptando la situación con toda naturalidad.
En fin, que hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres y hoy fue un día de esos...